Publicada en Publimetro Colombia

– Junio 7 de 2017 –

Según informaron algunos medios de comunicación, el 23 de mayo ocurrió en Villavicencio un hecho atroz. Vito, un perro de apenas dos meses de edad, fue abusado sexualmente y luego abandonado a su suerte. Como era de esperarse, murió. Según las noticias, los especialistas confirmaron que estaba destruido por dentro y tenía una infección interna por la materia fecal que llegó a su abdomen debido al abuso.

Me cuesta aceptar, aún más entender, que este hecho no nos enfurezca, no nos exacerbe, no nos movilice y, en cambio, lo ignoremos con tranquilidad pasmosa, acostumbrados a la violencia.

Vito era un cachorro. La aberrante agresión sexual de la que fue víctima es tan dramática como la agresión sexual contra un ser humano. Incluso podría ser peor, por su anatomía e imposibilidad de atribuirle un sentido al horror.

Y no es que nos ofusque más la violación a un perro que a un niño, como tontamente reclaman algunos. Humanamente deberíamos condolernos con ambas experiencias, sentir empatía con ambos seres, rechazar rabiosamente ambas violencias, y exigirle a la justicia actuar frente a ambos hechos con la misma determinación. Porque, al menos en el caso de Vito y de las víctimas del “violador de Guacarí (Valle)”, entre las que hay gatos que han quedado paralíticos, es claro que la justicia debería proceder.

Me explico. En Colombia, los “delitos contra la vida, la integridad física y emocional de los animales”, creados por la ley 1774/16, se refieren a conductas que les causen a los animales la muerte o lesiones que “menoscaben gravemente su salud o integridad física”. Pero los “actos sexuales con animales” son apenas una “circunstancia de agravación punitiva”.

Es decir que un abuso sexual a un animal tiene opción de ser sancionado solo si el juez considera que afectó gravemente su salud o integridad física. Sin embargo, una agresión sexual que no deje lesiones físicas evidentes –aunque “desgarre” internamente a su víctima, como sucede generalmente con los humanos o con las burras, cuya violación sistemática en regiones de la Costa irresponsablemente hemos folclorizado– difícilmente será tratada como delito. Por supuesto, la afectación emocional también podría (tendría que) ser considerada un daño, pero para ello requeriríamos de jueces activistas o con una agudísima sensibilidad.

En cambio, si el abuso sexual a animales (no necesariamente penetración) fuera considerado un delito en sí mismo, la agresión contra cualquier animal tendría que ser asumida por la justicia, independientemente de la dimensión y las características del daño causado.

Por lo tanto, creo que esta debería ser nuestra próxima reivindicación: tipificar el abuso sexual de animales como delito autónomo, mediante una nueva ley o una reforma a la 1774 en la que aún depositamos esperanzas.

La violencia sexual debería suscitarnos la mayor indignación, hacernos reafirmar lo que valoramos y defendemos como sociedad y llevarnos a exigir justicia, ante su inoperancia, o un cambio en las leyes para hacerlas efectivas en su función de evitar la repetición de los hechos y sancionar a los responsables con las mejores herramientas del derecho. Cuando la víctima es, como en este caso, un ser frágil e indefenso en extremo, cuyo cuerpo es incapaz de soportar la embestida, deberíamos, entonces, enardecer nuestro reclamo y no cesar en él hasta que se hiciera justicia.