Publicada en Publimetro Colombia

– Noviembre 1 de 2016 –

Quienes trabajamos por los animales escuchamos con frecuencia este reclamo: “¿Por qué le invierten tanto esfuerzo a los animales mientras hay niños muriendo de hambre? No es que los animales no importen, pero ¿no deberían empezar por las personas?” A menudo, quienes enarbolan este, aparentemente, acucioso llamado ético, tienen como única causa su propia vida. Es decir, no ayudan a nadie sino a sí mismos.

Pese a ello, la reflexión vale la pena. En un mundo en el que, según Unicef, 19 mil niños mueren al día por causas evitables, dedicar esfuerzos a salvar vidas y dignificar la existencia de los no-humanos puede resultar inquietante.

Para decirlo de una vez, creo que el fondo de este reclamo es la dificultad para reconocer el valor intrínseco de otras formas de existencia, empatizar con versiones no humanas de sufrimiento y felicidad, y concederle relevancia moral a los intereses y las capacidades de otros seres vivos tan complejos y extraordinarios como nosotros. En una frase, estrechez histórica para ver más allá de las narices humanistas y asumir que no estamos solos.

Dedico mi vida a los animales porque me duele en cada una de mis células el sufrimiento, injusto y cruel, al que los sometemos o al que condescendemos por razones fútiles o importaculismo. Es la causa que elegí, primero por emoción, luego por convicción. Las miradas de los animales, sus conductas y reclamos, sordos para muchos, están colmados de significados para mi, animal también, y siento el deber moral y el amor suficiente para hacer lo más y lo mejor que pueda por ellos en mi corto paso por la Tierra.

Mis otros motivos son racionales.

Las causas humanas tienen ya un lugar ganado en el Derecho. Su inclusión se refleja en las políticas públicas, la legislación y la distribución de recursos, independientemente del cumplimiento material de estas conquistas. Los animales, en cambio, continúan sometidos al régimen de las cosas y la propiedad. Sus vidas, cuerpos y emociones no han dejado de ser meros objetos de usar y desechar.

Además, para ellos nunca hay. Incluir un programa decente en un plan de desarrollo, y ni qué decir rasguñar recursos, es una labor titánica. Cuando se logra, es escasamente para perros, gatos y quizás silvestres (por su consideración como ‘recursos renovables’). En lo que a otras especies respecta –las más golpeadas por la violencia de las industrias intensivas– las acciones suelen orientarse a proteger la salud humana. En suma, les toca la chichigua, si es que algo queda.

Por lo demás, son las principales víctimas numéricas en el mundo. Según la FAO, la industria alimentaria cobra la vida de 63 mil millones de animales cada año, más las 156 mil millones de toneladas de piscifactorías. A estas cifras se suman las de los animales explotados en laboratorios, industrias peleteras, espectáculos y un larguísimo etcétera cuya cifra total es inmanejable. Todas, fuentes de muerte y agonías por causas evitables.

Mi solidaridad con la causa de los niños y otras semejantes es plena e incondicional. Separar luchas que deberían avanzar juntas sólo refuerza el humanismo excluyente y acrítico que ha llevado a humanos y no humanos a padecer la inmerecida indignidad.