Publicada en Publimetro Colombia

– Marzo 22 de 2016 –

Los colombianos tenemos extrañas maneras de vivir nuestra religiosidad y celebrar la vida. A veces lo hacemos provocando y consintiendo la muerte, como ocurre en semana santa con miles de tortugas, iguanas, loros, pericos, babillas, chigüiros, araucos y otros animales silvestres víctimas de la caza, el tráfico y el comercio. Sus destinos son los comedores de creyentes o jaulas en las que agonizarán. Las rutas hasta ellos, calvarios de persecución y muerte con trampas y cuchillos, hacinamiento en cajas y costales bajo soles ardientes, y muertes agónicas, cuyas descripciones podrían ser el tomo once de La Historia Criminal del Cristianismo.

Jamás entenderé cómo osamos agradecerle a Dios y recitar un “Padre nuestro” para bendecir un plato de tortuga secada al sol y cocinada viva en agua hirviendo, o de huevos de iguana robados a la madre que cazadores habrán dejado, con el vientre abierto a cuchillo, agonizando en pleno sol. Tampoco, la gracia de escuchar a diario el piar desesperado de un ave entre rejas, al que tontamente sonreímos, o el espectáculo de una tortuga paralizada sobre frías baldosas, incapaz de desovar. Es como si redimiéramos nuestras culpas y miserias convirtiendo las vidas de animales en infiernos inmerecidos, o como si la fe y la costumbre hubieran anulado nuestra humana capacidad de condolernos y mermado nuestra inteligencia para hacer un poco de crítica moral.

En todo ello, la iglesia católica tiene una enorme responsabilidad. Su silencio para condenar injusticias históricas y delitos que hoy comienzan a salir a la luz, pero también para orientar generosamente en el amor y el respeto por todos los seres vivos, es gran culpable de las debacles del mundo. La encíclica “Laudato Sí: Sobre el cuidado de la casa común”  pareciera un primer paso en el largo camino de la reconciliación de la iglesia católica con el mundo natural no humano. Con mayor razón, sorprende el silencio del papa Francisco en estas fechas, a propósito del trato que les debemos a los animales.

Si el imperativo es “no comer carne” en semana santa, podríamos alimentarnos con la exquisita y variada oferta de vegetales, frutas, legumbres, granos y cereales que nos regala la tierra. De paso, expulsar de nuestro cuerpo un poco de toxinas, cadaverina y grasa animal anquilosada en nuestras arterias. Y por supuesto, limpiar nuestras almas de agonías.

En cambio, ¿Qué necesidad tenemos de engullir las carnes atormentadas de animales extraordinarios o de regresar a casa con un animal sufriente, presa del miedo y la tristeza? La captura de un solo animal conlleva la muerte de otros que intentan huir o salvar a sus prójimos de las trampas de los cazadores. La mayoría de las víctimas son pequeñas crías arrancadas del seno de sus madres. Sólo el diez por ciento de los animales traficados sobrevive a las rutas del tráfico y el comercio ilegal.

En semana santa honremos la vida cualquiera sea el paraguas de nuestras creencias. Si el suyo es el del cristianismo, cumpla cabalmente con el quinto mandamiento: “no matarás”.