Publicada en Semana.com

– Enero 29 de 2019 –

Esta semana se generó una álgida discusión pública por la autorización que dio el Ministerio de Ambiente, respaldado por el Instituto Humboldt, para comercializar con caimanes que habitan en la Bahía de Cispatá y otros sectores del departamento de Córdoba. Una autorización que levanta 49 años de prohibición de captura y caza de caimanes, a la que condujeron 37 años de depredación.

Esta discusión puso en evidencia la tensión entre valoraciones éticas que apelan a diferentes comprensiones y usos de la ciencia. Así mismo, la relatividad de los consensos sociales acerca de hacia dónde deberíamos dirigir nuestros esfuerzos para proteger a la naturaleza.

Dos de estos marcos valorativos son el ambientalista o socioecológico y el animalista o de los derechos de los animales. El primero prioriza una ética en la que prevalecen los conjuntos (especies, ecosistemas) sobre los individuos y los seres humanos sobre los demás seres vivos sintientes. El segundo, por su parte, le otorga mayor significancia ética a los individuos sobre los conjuntos y le otorga la misma igualdad moral a los mismos intereses (no sufrir, vivir) de todos los seres sintientes involucrados en un conflicto. Es decir que los seres humanos no prevalecen necesariamente sobre los demás animales y que la unidad de justicia básica es el individuo, no la especie.

Esto no significa que la postura de los derechos de los animales sea intransigente frente a la complejidad de los conflictos ambientales. Significa, en cambio, que la ética animalista aboga por tener en cuenta, también, los intereses de los animales no humanos, lo que supone otra manera de valorar los conflictos y una ampliación del repertorio de soluciones. Ciertamente, incluir los intereses de otro grupo de actores complejiza las decisiones.

Tampoco puede decirse que esta postura desconsidere los intereses de los seres humanos. Quienes defendemos el derecho fundamental de los animales no humanos a la integridad física y a la libertad corporal proponemos, más bien, una visión ética ampliada en la que los intereses de aquellos también cuenten. O sea, una expansión de la comunidad moral.

En el caso de los caimanes, esta mirada ética tiene dos implicaciones. Primero, deberían contemplarse seriamente opciones de desarrollo económico que no supusieran confinar y matar animales. De hecho, estas opciones existen: la comunidad de Cispatá las generó durante los años que duró la veda[1]. La explotación industrial de seres vivos debería ser cada vez menos una opción. Más aún, si es para vincularse a una industria repugnante, como peletera, que felizmente está en vías de extinción.

Ante cualquier conflicto, los gobiernos deberían optar siempre por soluciones justas, responsables y compasivas. Montar zoocriaderos para matar animales y vender sus partes no deja de ser una salida fácil que alimenta la creencia de que los animales son cosas de las que podemos disponer a nuestro antojo.

Segundo, la estabilidad numérica de una especie no puede ser un salvoconducto para matar. Recuperar y conservar las especies de animales es un propósito noble e importante que deberíamos respaldar, pero no para explotar a sus individuos con “buena conciencia ambiental”. Esta es, precisamente, la lógica de los taurinos. También la de la Federación Internacional de Peletería que ahora propende por limitar el comercio de pieles de animales a las de especies que no se encuentren en peligro de extinción. Da que pensar que el ecologismo se alinee ideológicamente con estas industrias.

En efecto, es la consecuencia de considerar a los animales como meros recursos, o de ver en todo oportunidades de desarrollo económico sin considerar los intereses de quienes se puedan ver afectados, más allá de nuestra propia especie. Y es que en tiempos de corrección política, la expresión “aprovechamiento sostenible” pareciera ser un eufemismo de explotar y matar individuos sintientes. Igual que la de “sacrificio humanitario”.

Finalmente, es necio y arrogante afirmar que esta decisión es válida porque está “basada en ciencia”. Primero, porque la ciencia no es infalible. Tiene una enciclopedia de errores y su propia historia criminal. Segundo, porque la defensa de los animales con base en el criterio de la sintiencia también tiene fundamento científico: la posesión de sistemas nerviosos y de los sustratos neurológicos de la conciencia es una cualidad de todos los animales vertebrados. Distinto es que se quiera ignorar este saber. O que el ambientalismo permanezca anclado al antropocentrismo moral.

Valdría la pena que el Ministerio de Ambiente revisara su decisión y que el Humboldt acompañara este ejercicio. Seguro pueden construirse opciones inteligentes y sostenibles de para las familias de Cispatá, en las que nadie salga sacrificado. Pensemos en ponernos en la piel del caimán, antes que en arrancarla.

[1] “Guía práctica sobre la CITES y los medios de subsistencia: Estudio de caso: Uso sostenible de Caimán Aguja – Crocodylus acutus en Cispatá, Colombia” / [Publicado por el Departamento de Desarrollo Sostenible de la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos].