Publicado en La Línea del Medio

– Noviembre 15 de 2020 –

 

El “día sin carne” o “lunes sin carne” es una medida que se ha adoptado en varias ciudades de Estados Unidos (2013, 2018) y Brasil (2016). También la han acogido organizaciones en Noruega, Francia, España y Argentina, como una muestra de compromiso material en la lucha contra la crisis climática. La razón es simple: la crianza de animales para producción de carnes, leche y huevos es la actividad humana más dañina para el ambiente. De hecho, el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU ha señalado que la manera más efectiva para combatir esta crisis es optar por una alimentación basada en vegetales.

Los datos son contundentes. Según las Naciones Unidas (FAO, 2009, 2013), la industria pecuaria es la principal fuente de emisión de gases de efecto invernadero – GEI – (18% del total de origen antrópico) y de otros gases con altísimo potencial de calentamiento de la atmósfera (metano 37%, óxido nitroso 65% y amonio 65%). También se le atribuye a esta actividad la deforestación del 33% de la superficie terrestre del planeta (91% del Amazonas), el consumo del 87% de las aguas dulces, la contaminación de fuentes hídricas por plaguicidas (37%) y antibióticos (50%), y la pérdida de la biodiversidad (el 30% de la superficie terrestre que hoy ocupan los animales explotados por la ganadería estuvo antes habitada por fauna silvestre).

Además, el 80% de la soja y el 33% de los cereales cultivados en todo el mundo se usan para alimentar a los animales que son explotados en la industria ganadera. Éste es un dato al que poco se apela en el debate público, pero que debería tener mayor relevancia dadas las cifras de hambre y desnutrición en el mundo (más de 800 millones de personas). Es cierto que “las vacas de los ricos se comen el pan de los pobres”, por lo que no tiene nada de descabellado, y sí mucho de justo, plantear que estos cereales podrían alimentar directamente a seres humanos.

Finalmente, es muy probable que sean las mismas poblaciones empobrecidas las que tendrán que padecer los peores efectos de la crisis climática. Según lo ha advertido Philip Alston, relator de las Naciones Unidas en temas de pobreza extrema y derechos humanos, unos 120 millones de personas podrían quedar condenadas a la pobreza en 2030 y otros 140 millones serían desplazadas. A este fenómeno se le ha llamado “apartheid climático”, pues consiste en que los más ricos pagarán para escapar del calor, el hambre y los conflictos, mientras que los más pobres llevarán del bulto.

Por estas razones y por la indiscutible realidad de la emergencia climática – salvo para los negacionistas que aún creen que esta crisis en una invención de “izquierdosos mamertos”, como lo dicen a menudo – creo que comer animales debería ser un asunto cada vez más regulado por el Estado. Al fin y al cabo, el Estado debe ordenar los asuntos de interés común.

Es por eso que en algunos países ya ha empezado a debatirse la posibilidad de gravar el consumo de animales y de productos derivados de su explotación. Según un estudio de la Universidad de Oxford de 2016, gravámenes del 40% a la carne de vaca, del 20% a los productos lácteos, del 8.5% a la carne de pollo, del 7% a la carne de cerdo y del 5% a los huevos contribuirían a reducir, aproximadamente, mil millones de toneladas de GEI anuales, gracias a una disminución promedio del 13% en el consumo de estos productos.

Insisto: no se trata de vociferar con ofuscamiento que nadie, mucho menos el Estado, tiene derecho a decirnos qué podemos o no comer, o de comparar nuestras decisiones alimenticias con nuestras libertades sexuales o religiosas que, ciertamente, no le hacen daño a nadie. Se trata, sencillamente, de entender que la decisión mayoritaria de alimentarse a base de animales ha sido egoísta e irresponsable y que sus consecuencias tienen en jaque a la vida en el planeta (por no mencionar el sufrimiento que este capricho alimenticio les causa a miles de millones de animales sintientes).

Quizás el grito en el cielo que han puesto algunos ante la mera propuesta de hacer obligatorio un día sin carne (¡que ojalá fuera semanal!) se deba, en el fondo, a la piquiña que suelen causarnos las medidas prohibicionistas (pues, en la práctica, ¿qué más da un día sin comer animales, existiendo una variada oferta alimenticia barata, rica, saludable y nutricionalmente completa?). Lamentablemente, hemos demostrado que tomar decisiones éticas, responsables y empáticas nos lleva tiempo y tiempo es lo que menos hay. Según los expertos de la ONU, 2030 es la fecha límite de la humanidad para evitar una catástrofe global.

Si seguimos creyendo que la crisis climática es de opciones individuales o comprándoles el discurso a los ganaderos ricos – que apelan al discurso del “pobre campesino” que no son –, no habrá ni siquiera qué decir.

*Andrea Padilla Villarraga, PhD., activista por