Publicada en Publimetro Colombia

– Marzo 11 de 2015 –

“Nos dijeron que teníamos que irnos del pueblo porque según ellos, éramos auxiliadores de la guerrilla. A partir de ese momento se presentaron otras situaciones, empezaron a matar a los animales, a los cerdos y a las gallinas de las personas que habíamos sido retenidas por el ELN. Sofía afirma que luego de la masacre de animales llegaron las desapariciones de sus familiares”. Fragmento de “Mujeres en el conflicto” (eltiempo.com / 28.11.11)

Testimonios como este, de los que hay cientos, evidencian que el asesinato de animales, condenable por sí mismo, es siempre el preludio de más violencia. Que como una bestia insaciable, ella empieza atacando la fragilidad de la vida, también lo más bello, para arrasar, enseguida, con el que piensa diferente, el que genera sospechas, el que vulnera las certezas del odio sobre el cual se cimienta la maldad, el que “no está conmigo y (por lo tanto) está contra mí”.

Explotados como bombas, masacrados, violados, traficados, usados como detectores de drogas, de explosivos, y hasta como depositarios del miedo y el rencor, los animales también han sido echados al olvido, padecido el desarraigo, perdido a seres queridos, y sufrido las penurias de los pueblos y los campos, pero también de las ciudades, donde la desolación y la desesperanza han desterrado el porvenir.

Por ello, en un momento de esperanza nacional y aparente despertar en el que se eleva un solo clamor por la Paz y la reconciliación de Colombia, quiero recordar y homenajear a quienes también han sufrido la guerra en carne propia, además de la indiferencia del Estado y la violencia cotidiana y cultural. Esos animales que ni siquiera aparecen en las estadísticas, pero cuyos testimonios, si no diéramos la oportunidad de escucharlos, podrían ayudarnos a contar la historia de Colombia; una historia que sería, sin duda, la de la locura y el desamor.

Quizás, reconocer que los animales también han padecido la guerra, sea una manera de empezar a reparar a las víctimas humanas del conflicto que alguna vez les dieron un nombre, los alimentaron, se dirigieron a ellos con ternura y les procuraron cuidado y bienestar.

Quizás, ver en ellos la dignidad de seres sufrientes y víctimas silentes de una guerra endemoniada, nos ayude a sacudirnos de metáforas deshumanizantes que nos han permitido odiarnos y matarnos entre nosotros mismos. Llamar a un hombre o una mujer “gallina” o “cerdo” antes de matarlo, como efectivamente ocurre en la guerra y ocurrió en las dictaduras, indica que hemos hecho de los animales nuestros enemigos y nos hemos extraviado en el camino de ser humanos.

Deponer las armas mentales y actitudinales que, a veces, son las más mortales, es tarea urgente. Mirar a los ojos a los animales y, también a ellos, pedirles perdón, es una deuda moral de todos y cada uno de nosotros. No sólo a los que han padecido la barbarie de una guerra de más de 60 años, sino a los miles de millones que día a día sufren y mueren con nuestra callada complicidad.

La Paz, ese urgente anhelo de todos los colombianos, no será completa y perdurable si olvidamos a quienes también han padecido la guerra en el silencio.